sábado, 5 de diciembre de 2009

tarot y simbolismo de enrique eskenazi

He repasado descuidadamente algunas conjeturas sobre el origen del Tarot. Aunque inverosímiles desde el punto de vista histórico (que se propone aclarar cómo, cuándo y dónde surgió este naipe), todas ellas reiteran la convicción de que, entre otras cosas, el Tarot es portador de conocimiento.

Esta pretensión es ajena a una tradición que considera el conocimiento como patrimonio exclusivo de la ciencia. La importancia de reivindicar diferentes modos de conocimiento es decisiva en una aproximación contemporánea al Tarot: el tema de la ciencia y de la realidad cotidiana suscita arduas dificultades que, si desde siempre fueron resueltas por los magos, místicos e iniciados, bloquean el acceso al Tarot para aquellos que se debaten ante las antinomias de la razón y para los que, mucho más numerosos, ya ni siquiera se debaten.

La ciencia es un modo de pensamiento y acci—n que determina progresivamente al hombre occidental a partir de la Edad Moderna, y que lleva una peculiar manera de relacionarse el hombre con el mundo, con sus semejantes y consigo mismo. Como modo de pensamiento, la ciencia es investigaci—n que, recurriendo a la l—gica, la experimentaci—n y la observaci—n, expresa sus resultados en un lenguaje conceptual, el cual rehuye en lo posible toda vaguedad o ambigŸedad y se propone ser emotivamente neutro. Como modo de acci—n, la ciencia es tŽcnica y tecnolog’a, manipulaci—n e instrumentalizaci—n de lo real. En ambos sentidos la ciencia apunta en direcci—n opuesta a la poes’a o la religi—n que, operando mediante im‡genes y s’mbolos, ponen en juego no s—lo el ‡mbito intelectual, sino la totalidad de la vida humana.

El problema aparece disimulado bajo la afirmaci—n generalmente aceptada de que la experiencia simb—lica no proporciona propiamente conocimiento, pues no se agota en enunciados objetivamente determinables como verdaderos o falsos o, en el mejor de los casos, rehuyen al razonamiento discursivo y a tŽcnicas controlables de experimentaci—n y observaci—n.

El conocimiento científico es ante todo conocimiento de leyes formuladas en enunciados mediante conceptos, y cuyas consecuencias pueden confirmarse o refutarse, directa o indirectamente, de modo experimental. El tipo de resultados a que aspira la ciencia es tal que cualquiera que siga rigurosamente los pasos del método han de admitirlos, independientemente de sus peculiaridades personales. Es un tipo de conocimiento que no afecta ni es afectado por la calidad personal del investigador; más aún, sus resultados deben ser tales que lo estrictamente personal pueda (y deba) descartarse a favor de lo objetivo. De este modo, los caminos de la verdad y de la realización personal (del bien) aparecen independientes y autónomos.

Esto no siempre fue así: en los comienzos del pensamiento especulativo occidental se partía de la identidad vivida de bien y verdad. Para los filósofos antiguos el conocimiento de la verdad iba parejo con el recto vivir, puesto que el primero no consistía en la mera adquisición de información, sino, y ante todo, en un modo de vida. Y cuando Aristóteles afirmó que de todos los modos de conocer la teoría podía remontarse a los primeros principios, pasó inmediatamente a la consideración del modo teorético de vivir (bios theorétikos). El ejercicio de las potencias cognoscitivas implicaba un progresivo perfeccionamiento, ya que el conocimiento de la verdad y el ejercicio de la virtud aparecían como las dos caras de la misma moneda.

Esta coloración del pensamiento antiguo se conservó en la Edad Media, como se ve en la teoría de que las nociones de ente (ens), verdad (verum) y bien (bonum) son totalmente intercambiables. Y si a lo largo de esta evolución el núcleo mítico se revistió con un ropaje conceptual, el conocimiento siguió siendo un modo por el cual el hombre se aproximaba a la perfección o se asimilaba a la divinidad. Detrás de la matemática pitagórica palpita la mística de los números; la dialéctica platónica era simultáneamente acercamiento a la verdad y purificación espiritual; la metafísica aristotélica, que culminaba en teología, hizo del sabio el hombre que realizaba en sí la más perfecta esencia humana, participando del pensamiento que se piensa a sí mismo propio de la divinidad. Y este mismo impulso se conservó en la especulación medieval: para san Agustín el conocimiento es progresión de la naturaleza al alma y de ésta a Dios, y en las etapas de descubrimiento de la verdad se verá más tarde un itinerario del alma a Dios; santo Tomás retomará la cuestión del pensamiento analógico que se remonta del ámbito creatural al divino.

Bertrand Russell ha señalado agudamente la primitiva unión de misticismo y lógica, apuntando a una tensión interior entre ambos que se evidenciará en el ulterior desarrollo de la filosofía. Y no es extraño que tal razón mística sea peculiar de pensadores que se apoyaron en el mito (Platón) o en imágenes y procedimientos analógicos (Aristóteles), o en el primitivo e indescifrable misterio de la divinidad (cristianismo). Sin entrar a valorar esta originaria vinculación entre verdad y bien, es interesante constatar que preserva integración de dos dimensiones que hoy tienen poco que ver desde la perspectiva científica: conocimiento y existencia. Mientras que contemporáneamente se insiste en que la verdad es propiedad de una proposición y no de un individuo, no puede acallarse el leit motiv del existencialismo que, con Kierkegaard, clama no por la verdad sino por ÒmiÓ verdad: una verdad por la cual vivir y por la cual morir.

Naturalmente, se sospecha aquí un sentido de la verdad que no cabe en ecuaciones ni en conceptos y que, a contrapelo de la objetividad científica, hace evidente que Ômás vale perderse en la pasión que perder la pasiónÕ. Este sentido de la verdad emana de la primitiva vinculación con el bien, o de la fundamental dialéctica entre conocimiento y vida que siempre supusieron los pensadores antiguos y medievales.

En efecto, la relación de conocimiento fue vista como la vinculación del conocedor y e1 conocido dentro de un contexto extra-gnoseológico, en el que hay una asimilación entre el acto de conocer y el acto de amar: para los pitagóricos el conocimiento de la relación entre dos números era, más que un vinculo intelectual entre dos abstracciones, la comprensión de dos potencias vivas de la realidad, que revertía en la existencia del conocedor. Y lo mismo en el conocimiento platónico de las ideas, que hacía del saber una meditación de la muerte, o con la vida teorética de Aristóteles, o con aquella prioridad medieval expresada por san Agustín, tal que conocer es la explicitación y culminación de amor, que es, a su vez, consumación de ser: ser, amar y conocer eran modos de participar en el misterio universal que se cifra en el enigma trinitario: así como Dios es tres y es uno, resulta imposible conocer sin amar, y amar sin ser.

Pero la Edad Moderna, con Descartes, asiste a la constitución del hombre como sujeto que representa un objeto y que es en tanto que conoce. El famoso ÔPienso, luego existoÕ invierte el orden tradicional y está preñado de consecuencias, pues sólo adquiere sentido si ya no se vive una intensa conexión entre hombre, mundo y divinidad en la cual fundar el conocimiento. El hombre se erigió como sujeto o punto de partida, y el mundo entero se redujo a su representación: sin sabor, sin color, sin olor, el mundo fue objeto de conocimiento, en tanto que proyección de magnitudes. La infinita diversidad de lo ÔrealÕ apareció como un sistema de relaciones representables (manipulables) por el pensamiento. Esta decisiva posición del hombre como sujeto sólo admitió como objeto todo lo reducible a representación clara y distinta, apresable conceptualmente; lo otro, al no tener relación con el sujeto (por no ser clara y distintamente representable) se desterró del ámbito de la realidad. La medida de toda realidad fue su conceptualización, y no quedó lugar para imágenes y símbolos que, al rehuir la cristalina claridad de la razón, no podían proporcionar conocimiento.

A partir de Descartes, Ôheraldo de la cienciaÕ, el hombre occidental se conoció como sujeto y descartó toda otra determinación que no se fundara en su representar mediante conceptos. El concierto armonioso del cosmos, que hasta entonces fue adivinado como un inmenso animal viviente, se redujo a un conjunto mecánico de relaciones y magnitudes inertes. Lo que importaba no era el objeto conocido sino el método por el cual representarlo: ya no hay entes sino objetos, en función del método por el cual se constituye el sujeto. El conocimiento es sólo Ôconocimiento de objetoÕ. La inagotable variedad de lo real viene a reducirse a la objetividad: sólo existe lo representable por el hombre mediante el método.

Con esta nueva actitud del hombre la ciencia comenz— su vertiginosa carrera en la que todos estamos embarcados. La objetividad pas— a ser la nota decisiva de todo conocimiento, tomando como base la radical separaci—n entre sujeto y objeto. La conquista de la verdad parece apoyarse en la dualidad, y de aqu’ la progresiva expurgaci—n de los elementos no racionales (no conceptualizables) del campo del conocimiento y de la verdad. El conocimiento cient’fico aparece como una actividad por la cual la raz—n analiza, descompone, articula y diseca un objeto. No cabe la inquietud por lo que ese objeto sea m‡s all‡ de su conceptualizaci—n como tal: sea otro hombre, u otro ser viviente, esto es olvidado por el investigador para que surja el objeto de conocimiento. Y si la filosof’a occidental ha involucrado una progresiva desmitificaci—n de lo real, es natural que culminara en la ciencia y Žsta a su vez en la instrumentalizaci—n tŽcnica. A cambio de la total dominaci—n tecnol—gica, el hombre perdi— el contacto con un mundo sobrecogedoramente rico e hizo su morada en un ‡mbito inerte y previsible. Dentro de esta concepci—n resulta grotesco hablar de un ÔconocimientoÕ simb—lico.

La vigencia del símbolo remite a una etapa arcaica de la existencia. Aun cuando se le niegue su valor cognoscitivo, el pensamiento simbólico no ha dejado de reproducir sus eternas construcciones con la materia del sueño: pronto a manifestarse en los cuentos infantiles, la obra de los artistas y los desvaríos de los locos, o a refugiarse bajo slogans políticos y artificios publicitarios que, naturalmente, conservan toda su efectividad, posee un enigmático encanto al cual no dejan de sustraerse los hombres por muy Ô racionales Ô que se consideren. Ni siquiera la empresa científica ha podido evitar esta potencia arcaica, como ha mostrado Bachelard en su psicoanálisis de la ciencia. Símbolos, mitos e imágenes son formaciones espirituales que no sólo permiten comprender mejor qué es el hombre (según insisten los antropólogos y los psicoanalistas), sino que siempre están indicando una dirección o una puerta hacia un mundo desconcertantemente rico e imprevisible. Es esta dimensión cósmica del símbolo la que aún permanece invisible para los que, ocupados por el estudio de las formas simbólicas, siguen moviéndose dentro de una comprensión moderna que no quiere borrar la frontera entre sujeto y objeto e insisten todavía en el ideal de la objetividad. Es interesante atestiguar cómo el abandono de esta barrera permitió que una investigación antropológica se transformarse en una radical inmersión en el universo de la magia en la obra de Carlos Castaneda.

Resulta indudable que, si bien las determinaciones histórico-culturales separan a los hombres y a los mundos en tipos de existencia difícilmente comunicables (por ejemplo, la conocida diferencia entre ÔoccidentalÕ y ÔorientalÕ), en el plano del símbolo puede encontrarse una matriz común a la humanidad. A partir de este hecho Jung supuso la existencia de un nivel psíquico más profundo que la conciencia y el subconsciente individual, al que llamóÕinconsciente colectivoÕ. Este sería el preservador de fuerzas o complejos de fuerzas ÔArquetiposÕ que son patrimonio de la humanidad y que, bajo diversas manifestaciones en distintos períodos históricos y diferentes culturas, siempre pueden reconocerse analógicamente. Un ejemplo lo hallamos en la sutil vinculación entre el Thot egipcio, el Hermes griego, el Odín germánico, el Hanumán hindú y el Quetzalcóatl mexicano.

Independientemente de que acaso el inconsciente colectivo no sea sino una conjetura, resulta bastante fútil para una aproximación al universo del simbólico dentro del cual adquiere verdadera importancia el Tarot, y que es el territorio en el cual arraigan la religión, la poesía, la magia, la mística y el esoterismo. Todos estos mundos confluyen y se reflejan en el Tarot.

Después de este largo rodeo, hay que regresar al problema planteado al comienzo de esta sección: ¿puede hablarse de conocimiento simbólico?

El concepto, instrumento por el cual la ciencia constituye su objeto, se dota de significado mediante la definición. Como herramienta intelectual funciona en tanto resulta aplicable y, previamente, comprensible. Un concepto incomprensible carece de sentido. Por otra parte, un concepto puede perder su campo de aplicación y devenir inservible (por ejemplo, ÔflogistoÕ), o bien puede recuperar su campo de aplicación y volver a circular (onda luminosaÕ o ÔátomoÕ). Los conceptos son fundamentalmente históricos, y su efectividad depende de su comprensión por parte de los usuarios.

El símbolo, por el contrario, es dual: muestra o patentiza y a la vez oculta y alude a otra cosa. Su riqueza no reside en los significados manifiestos, sino en el conjunto de estímulos que desencadena a nivel inconsciente. Así su efectividad es independiente del grado de comprensión de las personas. Por otra parte, es permanente: por su inagotabilidad, perdura como potencial significativo que irrumpe en diversas culturas y en distintos momentos. Y esta permanencia no consiste en la mera supervivencia histórica, sino en su ahistoricidad: sin una fecha de origen, sin una circunstancia particular que explique su producción, parece pertenecer a la categoría de la eternidad. Así ocurre con los mitos: el tiempo del mito es todos los tiempos o, acaso, ninguno. Ya puede ser que Hermes en cada momento robe el ganado a Apolo, como que ello haya ocurrido cuando aún no había tiempo. Es el Ôhabía una vezÕ de los cuentos, que no puede identificarse con ninguna ocasión particular.

Dada esta peculiar constitución de los símbolos, ¿qué tipo de conocimiento pueden expresar? Hay muchas respuestas, y sólo esbozaré alguna dejando abierta las otras para que cada cual la halle por sí mismo.

Puesto que los símbolos son patrimonio de la humanidad, no pueden vincularse con situaciones particulares propias de un pueblo o una época. Su pervivencia indica la permanencia de ciertos problemas muy remotos pero que cada hombre estrena en su peculiar existencia. Estos problemas y estas situaciones universales (y a la vez completamente personales) han sido llamadas Ôsituaciones limitesÕ. En todas ellas el hombre toma conciencia de que hay un puesto y una tarea (un destino) que le son propios en el cosmos. Puestos en una de esas situaciones, el mito o el símbolo reactualizan el enigma y su solución poniendo en juego una energía cuya acción puede experimentarse como ampliación de la conciencia. Este tipo de conocimiento corresponde a la arcaica identidad entre existencia y verdad que no admite diferencia entre un sujeto y un objeto, sino que posibilita la adquisición de un poder modificador de la propia experiencia y, con ello, resuelve o disuelve el problema primitivo. Este ÔconocimientoÕ puede experimentarse como una súbita iluminación o bien como una tensión que progresivamente se transforma en un especial dinamismo, e incluso puede asumir otras formas; pero en todos los casos es enteramente distinto de lo que solemos experimentar cuando conocemos conceptualmente una ley científica. Para que el conocimiento simbólico resulte más discernible por referencia al conocimiento científico usual es importante retrotraerse a una cosmovisión que históricamente acabó por ser desplazada por la nueva actitud del hombre-sujeto cartesiano. La cosmovisión primitiva suele llamarse ÔanimismoÕ.

El animismo es un modo de residir el hombre en el cosmos, tal que éste aparece no como un conjunto de relaciones apresables en su generalidad, sino y primeramente como un organismo vivo con el que se puede entablar relaciones simpatéticas y afectivas. Esto no significa que el animista ignore que una perla es una perla y que la luna es la luna, sino que además de estas vacías identidades adivinaba una energía vital afín entre la luna y la perla.

Es un gravísimo error creer que el animista habita el mismo universo que nosotros, de modo que dado que hoy ya no sentimos cómo circula una y la misma vida de la perla a la luna, tal hombre vive en un error y nosotros poseemos la verdad. Su realidad y la nuestra son inconmensurables, al igual que su lógica y la nuestra. Lo que ocurre es que nuestros puntos de vista y esquemas conceptuales han variado tan radicalmente que, con ello, hemos variado a una nosotros y el universo entero. El animismo es una concepción común a los ÔprimitivosÕ, a los niños y a algunos hombres especialmente sensibles rotulados como ÔesquizofrénicosÕ o cosas por el estilo. La particular comunicación que discurre entre las diversas partes del todo y el hombre fue denominada ÔparticipaciónÕ por Levy-Bruhl, quien cometió el error de suponer que ello era privativo de una mentalidad ÔalógicaÕ. Este es el peligro que siempre nos amenaza: considerar alógico lo que no entra en las mallas de nuestra propia red lógica, o considerar absurdo aquello que escapa a nuestro grosero criterio de sensatez.

Los hombres que creían que la tierra estaba sostenida por una tortuga que nadaba en un mar de lecho no eran infradotados ni inferiores a nosotros: con seguridad su idea de la tierra no les permitiría llegar a la luna y televisar el acontecimiento, pero no veo en qué este conocimiento y esta habilidad de nuestra generación nos facilite la tarea de vivir nuestra vida de modo impecable e integral.

Desde el animismo primitivo a nuestra concepción particular de la realidad y de nosotros en ella ha habido un proceso que para algunos es síntoma de progreso y que, en un plano filosófico, puede describirse como la transición de la noción de sustancia a la noción de función, o en términos de E. Cassirer, el progresivo reemplazo del sustancialismo por el funcionalismo.

Brevemente, el sustancialismo es una ideología que piensa al mundo como un conjunto de entes o cosas (ÔsustanciasÕ es la expresión aristotélica clásica) dotadas de propiedades y poderes, y que ve el conocimiento como atribución a las sustancias de las propiedades que a ellas inhieren.

El funcionalismo, en cambio, pone el acento ya no en los poderes de las cosas sino en sus relaciones y, por consiguiente, concibe el mundo como un flujo de acontecimientos sujetos a ley, complejo entramado de interrelaciones.

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Es claro que el funcionalismo se impuso con mayor fuerza a medida que transcurría la Edad Moderna, y hoy es uno de los ingredientes básicos de la concepción científica. En este proceso, el mundo y el hombre variaron tanto que resulta casi imposible hablar de pérdidas o ganancias. En verdad, sólo sobre la nueva base ha sido posible el prodigioso avance de la ciencia, pero esto supuso un repentino ÔempobrecimientoÕ del universo: éste dejó de ser un animal (sustancia) lleno de vida para convertirse en un conjunto de puntos sometidos a una rutina expresable matemáticamente. De un originario sistema de presencias animadas y poderosas, cada una de las cuales expresa una personalidad propia y con las que el hombre podía establecer un peculiar diálogo, se pasó a un universo de partículas materiales inanimadas, legalmente relacionadas. El conocimiento de sus leyes permitió la predicción y la manipulación por parte del hombre, único ente inteligente que en su evolución podría determinar también las leyes que acaso rigen su conducta, para extender la instrumentalización a su propia especie, en la que ya difícilmente hallaría presencias en 'lugar de puntos obedientes a rigurosas regularidades.

Pero el desconcierto emergió ya de las lindes del funcionalismo: después de la victoria de Newton vino la teoría de la relatividad y con ello el desengaño respecto a que la ciencia fuera una aproximación a la verdad última, ya que se puso en evidencia que para explicar un conjunto de fenómenos hay infinitas teorías satisfactorias e incompatibles entre sí. Y de esta infinidad ninguna (si cumple con los requisitos de la ciencia) es infalible. El conocimiento científico tuvo que renunciar a la verdad y aceptar diversos criterios para seleccionar una de las varias teorías plausibles. En este punto estamos hoy: cada vez hay más voces que protestan por el desarrollo tecnológico y por la reducción del hombre y de la sociedad a objetos de un conocimiento fundamentalmente dominador. Y uno de los filósofos de la ciencia más sutiles de la actualidad comenta agudamente:


ÔPero por qué vamos a limitarnos a reconstruir la percepción que el hombre tiene de sus semejantes y de la sociedad? ¿Por qué hemos de estar interesados solamente en la reforma social y considerar sólo nuevas imágenes de la sociedad? ¿Debe darse por supuesta la estructura de nuestro mundo físico? ¿Se espera de nosotros que aceptemos pacientemente el hecho de que vivimos en un piojoso universo material, que estamos solos en un gran océano de materia sin vida? ¿No deberíamos intentar cambiar nuestra visión de este universo, saliendo de la física ortodoxa y considerando cosmologías más agradables?... La proliferación (revitalización de la astrología, la brujería, la magia, la alquimia, la elaboración de la Monadología de Leibniz, etc.) será una poderosa guía en estas materias. Los psiquiatras y los sociólogos, sin embargo, no deben quedar contentos con cambiar la percepción y la sociedad. Deben interferirse con el mundo físico y considerar la reforma de este mundo físico en términos de nuestras fantasías.Õ

P. K. FEYERABEND, Contra el método



Así se pone de manifiesto un fallo en el proceso histórico de Occidente: la fantasía, desplazada por la razón, o si se prefiere, el inconsciente sustituido por la conciencia, son maneras de expresar la polaridad entre símbolo y concepto: al dejar la constitución del universo a cargo de la razón, las demás potencias se confinaron a esferas imprecisas, aceptadas como legítimas en tanto no pretenden pronunciar conocimiento de lo real: el arte, la religión, los sueños. Esta parcial aproximación al mundo fue denunciada últimamente por varios filósofos, pero la audaz propuesta de Feyerabend nunca fue abandonada por cierto tipo de hombres que, aun conviviendo con la tradición científico-conceptual, escogieron vivir en un universo fantástico: los místicos, los magos, los ocultistas. Dentro de esta propuesta cabe replantearse nuevamente las relaciones entre el concepto (por el cual se expresa un orden legal que concluye en manipulación de lo real) y el símbolo (que hace estallar esta misma realidad para abrir las fronteras de lo otro, lo inexplicable y a la vez enormemente poderoso).

Y la dimensión simbólica cobra toda su vigencia cuando, rechazando las dualidades sujeto-objeto y método-resultado, exige la progresiva actualización de las potencias que vinculan al hombre con el mundo. Partiendo de una relación omniabarcadora entre hombre y universo, deviene impertinente la pretensión de arbitrar un método que se aplique independientemente de la calidad del individuo. En este contexto no puede hablarse de técnicas o instrumentos cuyo ejercicio produzca algo exterior al hombre: el centro de toda cuestión sigue siendo enteramente personal. Retornar a la fuente del conocimiento simbólico implica inscribirse dentro de una forma de animismo y restituir la experiencia del mundo como orden racional a la experiencia primigenia del mundo como poder. La dimensión simbólica cae dentro del ámbito de la fantasía, del inconsciente, en tanto que la dimensión conceptual hace hincapié en la razón y en la conciencia; por lo tanto, los conocimientos que proporcionan símbolo y concepto son de orden diverso y se refieren a experiencias diversas de lo real.

Es imposible aproximarse al Tarot sin sumergirse en otro mundo que no sea el cotidiano e incluso sin proceder a una destrucción crítica de las categorías que constituyen este mundo cotidiano, tal como lo vivimos en un tiempo determinado por la ciencia y la tecnologia. Sólo admitiendo esta inversión de valores puede ser el Tarot portador de conocimiento e instrumento de poder. En nuestra situación histórica no cabe intentar recuperar personalmente el conocimiento y poder de los arcanos mediante un juego sencillo de imaginación que aletea en las trastiendas de un mundo aceptado sin más ni más como real. El símbolo, el mito y el rito son llaves que revivirán el conocimiento y el poder del Tarot, previa crítica radical de esta realidad, crítica que impone un cambio de naturaleza en el hombre mismo, esto es, una conversión.

jueves, 3 de diciembre de 2009

simbologia del tarot : el sol














Carta XIX: El Sol
Ensayos de Andrea Vitali para la iconografía del Tarot


En las cartas miniatura de los Trionfi de Francesco Sforza (figura 1) el Sol se representa como un joven alado, con el astro resplandeciente en su mano. Se trata del Genio del Sol, tal como aparece en la carta del Iliaco en la "Serie E" te los Tarots de Mantegna (figura 2). El muchacho está prácticamente desnudo y en su cuello lleva un collar de coral como referencia al calor seco del Sol según la teoría de los humores. Idénticos collares se encuentran en el arte medieval y renacentista en los cuellos o muñecas de los niños como talismanes contra la peste. Respecto a su desnudez, Cartari en su "Imagini de gli Dei de gli Antichi" (Imágenes de los Dioses de los Antiguos), citando a Macrobio, escribe que en Siria Febo (el Sol) y Jove se consideraban la misma cosa y se representaban como un solo ser desnudo que mostraba su sexo concebido como alma del mundo (p. 37, ed. 1609). Debiera en efecto considerar que el Sol, por sus cualidades y virtudes, da la vida a todas las cosas.
En los así llamados "Tarots Mantegna", la imagen nos remite al episodio mitológico de la caída de Faetón (figura 3), quien obtuvo permiso de su padre Helios para conducir el Carro del Sol por un día, y al no saber cómo gobernar los fogosos caballos, se salió del camino, incendiando el cielo y la tierra. Zeus castigó al incauto conductor con un rayo que lo arrojó al Eridano, río que aparece en la parte inferior de la carta.
En la carta de los Tarots de Carlos VI (figura 4), como en la de un Antiguo Tarot Italiano, el Sol brilla en lo alto, iluminando a una muchacha que está hilando. Se hace aquí referencia a las Parcas que dirigían el despliegue de la vida humana y cuyo mito fue estrechamente vinculado al sol en cuanto desarrollaban la misma función, dispensando la vida y distribuyéndola a todos los seres hasta su muerte.
En la carta del Tarot de Ercole I d'Este (figura 5) se representa a Diógenes sentado dentro de su barril dialogando con un joven, probablemente Alejandro Magno. La imagen se refiere a la enseñanza bíblica citada en el Eclesiastés (1:12-17) en cuanto a que todo lo ocurre bajo el sol es vanidad, incluso el pensamiento de los sabios (2:12, 7). La misma enseñanza se encuentra en la carta del Sol del Tarot de París de un autor anónimo del s. XVII, en la que una mujer se mira en un espejo que sostiene un mono en su mano (figura 6). Aquí la naturaleza humana se asocia a la animal, al faltar la conciencia de que la belleza es vanidad "puesto que todo va hacia el mismo sitio, todo viene del polvo y al polvo regresa" (Eclesiastés 3, 20).
La carta del Sol en el Tarot Vieville (fig. 7) muestra un hombre a caballo llevando una bandera. El caballo es un animal solar; el carro del sol está tirado por caballos que a él están consagrados. El caballo para el cristianismo deviene símbolo de majestad y es montado por Cristo, por lo cual se lo llama "Fedele e Veritiero" (Fiel y Verdadero). En este sentido Cristo aparece sobre un caballo blanco en un fresco de la Catedral de Auxerre, llevando en la mano un bastón cual cetro real, símbolo de poder sobre todas las nociones. Los colores rojo y negro en la bandera no tienen aspecto simbólico en tanto que son los colores recurrentes que aparecen en las figuras de todo el mazo. En el folio Cary del s. XVI (fig. 8) aparece una variante iconográfica: el folio está mutilado justamente en esta carta, pero alcanza a ilustrar la que fue una iconografía que se estabilizará en el Tarot de Marsella (fig. 9), esto es: la presencia de dos niños bajo el disco solar.
Es hipotético que se trate del Signo de Géminis, tal como se lo representa en muchos ciclos astrológicos. Una representación idéntica de la época medieval se encuentra junto al Museo Calvet de Aviñón. Se trata de un bajo relieve del 1200 proveniente de la región de Nimes, en el que los dos gemelos aparecen bajo el disco del sol acompañados de la leyenda "Sol en Géminis" (fig. 10). Leyendas semejantes aparecen en muchas miniaturas, bajo relieves o frescos del ciclo de los meses, como por ejemplo en el célebre ciclo de los meses de Torre Aquila en el Castillo del Buonconsiglio en Trento. En cada uno de los doce frescos aparece al centro, en lo alto, el disco solar con rayos, a la izquierda la leyenda "SOL EN", y a la derecha el nombre del signo zodiacal en ablativo.
Más aún que una representación astrológica creo que la presencia de los dos niños debajo del astro solar debe ponerse en relación con el concepto del "sol siempre joven" que tenían los antiguos. En efecto, representaban juntos a Apolo y Baco niños, como emblemas del sol y de su juventud. Baco era efectivamente considerado "el mismo que el Sol"; "Questo (il Sole) fecero gli antichi giovine in viso senza barba, onde volendo l'Alciato ne'suoi emblemi porre la giovinezza, dipinse Apollo e Bacco, come a questi due più, che a gli altri, sia tocco di essere giovani sempre, onde Tibullo dice che Bacco e Febo eternamente Giovani sono, e hanno il capo armato ambi di bella chioma risplendente". (A éste -el Sol- lo representaban los antiguos joven de rostro sin barba; puesto que Alciato quería poner la juventud entre sus emblemas, pintó a Apolo y Baco, ya que en estos recaía- más que en otros- el ser siempre jóvenes; de aquí que Tibullo dice que Baco y Febo son eternamente Jóvenes, y la cabeza de ambos está cubierta de hermosos cabellos resplandecientes) (Vincenzo Cartari "Imagini de gli Dei de gli Antichi", p. 38, ed. 1609. La primera edición de la obra fue impresa en 1556). La ilustración (figura 11) del emblema C. "In Iuventam" en la obra de Alciati (pág. 418, ed. 1621) muestra juntos a los dos niños "natus uterque Jovis tener atque imberbis uterque, quem Latona tulit, quem tulit et Semele, salvete, eterna simul et florete iuventa, numine sit vestro qua diuturna mihi" (ambos hijos de Jove, jóvenes e imberbes los dos, uno llevado en el seno de Latona, el otro -también- de Semele , saludos a vos, floreced juntos con eterna juventud, y que esta sea para mí, por vuestra voluntad, lo más larga posible)
He encontrado más veces expresado esta idea de la juventud del sol también en la obra "Antiquae Tabulae Marmoreae Solis Effige" de Hieronimo Aleandro (pp. 17-18, ed. 1616), de la cual cito algunos pasajes: Fig.9 Fig.10 "Sol semper juvenis... quia occidendo (inquit Fulgentius primo Mythol.) et renascendo semper est iunior, sive quod nunquam in sua virtute deficiat... at nihil facilius Mythologi affirmant, quam unum, enodunque, cum Sole esse Apollinem, quem ideo adolescentulum fingi solitum dixerunt, quod Sol (inquit Isidor. VII Orig.) quotidie oriatur et nova luce nascatur" (Sol siempre joven, puesto que ascendiendo -dice Fulgencio en el Primer Libro de la Mitología- y resurgiendo, siempre es joven; o mejor dicho porque nunca disminuye su eficacia... por otra parte los Mitólogos afirman del modo más seguro que Apolo es una y la misma cosa que el Sol, y por este motivo sostienen que usualmente se lo representaba como un jovencito, en efecto el Sol -dice Isidoro en el VIII Libro de los Orígenes- surge cada día y nace con nueva luz). A este respecto escribe Cartari "Cuya juventud (del sol) nos permite entender que su virtud y su Calor, que da vida a las cosas creadas, es siempre el mismo y nunca envejece, aunque se vuelva más débil".
Un mismo modo de indicar la energía siempre idéntica y joven del Sol se encuentra en la representación del dios Mitra. Estrabón, el geógrafo, afirmaba que los persas veneraban a Helios con el nombre de Mitra y la palabra en lengua persa tardía Mirh significaba propiamente Sol. En el Himno del Avesta dedicado a Mitra, caballos blancos tiran el carro del dios que tiene una rueda de oro, símbolo del Carro del Sol. Un relieve esculpido sobre una roca en el templo del rey Sasánida Ardashir II, del siglo IV d.C. representa a Mitra con una aureola de rayos.
En las "Anotaciones a las Imágenes de Cartari", Lorenzo Pignoria cuenta haber visto en Roma en Campidoglio en el año 1606 una estatua de mármol representando a Mitra con las palabras "Deo Sol invict... Mitrhe" y que entre otras cosas " habían dos figuras de piedra, una a cada lado, pero en ruinas" (pág. 293, ed. 1647).
Esas dos figuras eran Caute y Cautopate, los dos niños tedóforos, es decir, portadores de antorchas, tal como se encuentran en las representaciones completas del Dios. Una de éstas, muy famosa, se encuentra en Roma en la caverna mitraica bajo la Iglesia de S. Clemente.
El Pseudo Dionisio Areopagita habla de hecho de Mitra "Triplasios" (Epist. 7, 2), o sea de la triple forma, afirmación de la sustancial identidad del Dios y de los dos tedóforos como representación del Sol naciente, el Sol del mediodía y del Sol poniente. Caute, el niño que se encuentra a la izquierda del Dios, se representa con una antorcha elevada para representar la salida del Sol. Mitra, Sol del mediodía, es figurado en el acto de matar un toro (representación de la victoria del espíritu sobre la esencia terrenal). El niño a la diestra del Dios, Cautopate, tiene la antorcha baja para significar la puesta del astro (fig. 12: Mitra Triplasios, Boloña, Museo Cívico). A veces junto a Caute aparece un gallo, y a tal propósito Cartari cuenta, citando a Pausanias, que en Grecia "reverenciaban al gallo como ave de Apolo porque cantando anuncia por la mañana el regreso del Sol" (pág. 43). Cautopate a veces tiene cerca una lechuza, ave que se muestra después de la puesta del sol. Caute y Cautopate respectivamente se transformaron en la representación de Lucifero, la estrella de la mañana, y Espero, la estrella de la tarde.
En la iconografía cristiana Mitra se representa con frecuencia como símbolo del sacrificio animal (Mitra Tauroctono, esto es: matador del toro). En tal sentido se lo encuentra en un capitel en el claustro del Duomo de Monreale, fechado entre 1172 y 1189.
Este aspecto simbólico del Sol, es decir su energía idéntica y su perpetua juventud representada en los dioses solares en forma de niños era bien conocida en la época renacentista, como podemos comprobar en los tratados tomados en consideración, aparecidos todos hacia la mitad del 1500, y es plausible que esta idea se exprese iconográficamente en la carta del Sol del Tarot. No ha de olvidarse que durante todo el Renacimiento las imágenes de los Dioses "antiguos" suscitaban en el observador el recuerdo de los mitos clásicos a los que se atribuía un gran valor ético y moral, y que los tratados relativos referían para representar alegorías y simbolismo de carácter cristiano.
Como puede advertirse en la carta del Sol del Tarot de Marsella (fig. 9), caen gotas solares del astro sobre una pareja de gemelos que asumirán naturaleza masculina y femenina en los Tarots esotéricos como naturalezas opuestas cuya unión llevará a la realización de la Gran Obra. Hay que destacar la función de iluminación divina que siempre han tenido estas gotas solares, presentes ya en el Folio Cary, y que están ampliamente documentadas en la iconografía hagiográfica. Un ejemplo significativo se encuentra en un grabado del "Liber Chronicarum" de 1493, que ilustra la conversión de S. Pablo Apóstol, ocurrida en el camino de Damasco: el futuro santo, a caballo, es golpeado desde el cielo por gotas celestiales, que tienen la función divina de iluminar el corazón y la mente con la fe en Cristo (fig. 13)

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lunes, 30 de noviembre de 2009

tarot de mantegna:carta de apolo


Apollo XX

Serie D: Apolo y las Musas

Según Plutarco, «al número uno [los pitagóricos] lo llaman Apolo por su negación de la pluralidad» (Sobre Isis y Osiris); la reflexión de Plutarco se basa en una posible etimología de Apolo a partir del nombre griego, compuesto de a-, partícula privativa, ‘sin’, y polýs, ‘mucho’. Para Ficino esta unidad se identifica con el alma, puesto que «Apolo es el alma» (Sobre el furor divino).
En la lámina del Tarot, Apolo está sentado sobre dos cisnes, símbolo de la pureza, coronado como rey, ya que se identifica con el Sol, y sostiene con su siniestra la Rama dorada y con su diestra la vara con la que mide y crea el mundo, colocado como escabel bajo sus pies.
Esta figura de Apolo cierra la serie de las nueve Musas; es el centro alrededor del cual ellas danzan. J. Pérez de Moya explica: «Que las Musas bailen al son de la cítara que tañe Apolo en el monte Parnaso, es porque por Apolo se entiende el principio de toda sabiduría o el dador de sabiduría; y por las Musas, que son muchas, se entiende los que reciben el saber. [...] En otro modo se puede entender que aquél significa el Sol, según el cual los demás planetas o cielos, entendidos por las Musas, se mueven». (Filosofía secreta) A las Musas, en el sentido alquímico, se las toma por las partes volátiles que giran y bailan alrededor de Apolo, la parte ígnea y fija, hacia donde tienden las partes volátiles y en donde, finalmente, se reúnen. Así pues, Apolo es el Sol o el oro filosófico, sobre el que escribió Pico de la Mirándola: «El verdadero Apolo, aquel que ilumina a toda alma que viene a este mundo» (De la dignidad del hombre).

viernes, 27 de noviembre de 2009

tarot de robin wood









Para muchos el tarot es solo fuente de consultas para saber su futuro, para otros se convierte en fuente de sabiduria arcana e incluso, union de sus creencias o forma de vida. Entre ellos conseguimos gente dedicada a acercar los mas variados estilos de juegos de tarot para las masas.
Entre los distintos dibujantes tenemos a la famoso Robin Wood y su conocido mazo de cartas de tarot.
Ella se ha ganado a lo largo de los años una muy buen merecida reputacion como ilustradora y dibujante de literatura fantastica y arte pagano. Como tal no era de esperar menos que un tarot firmado como de su autoria tuviera menos carga de simbolismo e imagineria pagana.
En este su tarot ella plasmo de una forma muy contemporanea la fusion de los simbolos tipicos del clasico tarot Raider-Waite con sus vision moderna de las religiones paganas y neo paganas, creando una perfecta amalgama de dos corrientes que en ningun momento una podria chocar con la otra, más bien plasmandola de una manera espectacular, brillante e impecable, es a todas luces un mazo que todo tarotista e incluso cualquier pagano no deberia dejar de tener en su poder. Incluyo unas imagenes para ilustrar un poco la simbologia del mismo.

el misero carta del tarot de mantegna


Mísero I
Serie S: Los rangos y oficios del hombre

La primera lámina del Tarot simboliza la parte inferior de la Creación, allí donde la luz del Creador a duras penas puede llegar. Se representa por medio de un mendigo, el Mísero, palabra proveniente de la latina miser, que significa ‘desdichado, infeliz, miserable’. San Isidoro de Sevilla explica de la manera siguiente la idea antigua de la etimología de esta palabra: «Propiamente porque ha perdido (amiserit) toda la felicidad. Cicerón llama míseros a los muertos porque han perdido (amiserunt) la vida.» Siguiendo los conceptos renacentistas, el Mísero «es como un muerto» por estar alejado del manantial de la Vida; por ello es desdichado, pues no conoce la auténtica felicidad que proviene de los dioses.

En la lámina se observa a este hombre, vestido con andrajos, con un bastón sin pulir. Lo vemos entre las ruinas de un templo destruido, junto a un árbol seco y muerto, pues no recibe el viento vivificante de primavera, y con unos perros mordiéndole los pies, que son su fundamento. Es una imagen parecida a la carta del Loco perteneciente al Tarot de Marsella, de la cual E. d’Hooghvorst explica que, grabando esta lámina, «el imaginero ha querido significar el exilio del hombre en este mundo: creado para el Arte, la poesía, la profecía, hele aquí mudo, en silencio satánico. [...] El dibujo nos muestra claramente a un hombre en camino. Camina desde siempre. ¿Adónde va? A ninguna parte. Tal es su destino heredado de los sueños del vagabundeo, su único bagaje».


Publicado por Proyecto Arsgravis

el emperador en el tarot de mantegna


Imperator VIIII
Serie S: Los rangos y oficios del hombre

Emperador es una palabra proveniente de la latina “imperator”, que significa propiamente ‘tomar medidas’, ‘hacer preparativos para que una cosa se haga’; según eso, el sentido de ‘gobernar’ derivaría de la idea de ‘ordenar’. Por sus vestidos y atributos el Emperador de la lámina se relaciona con Júpiter, del cual H.C. Agrippa ha dicho: «Ciertamente, es el pensamiento de este mundo que, conteniéndose en sí mismo, lo produjo.» Su barba y sus rasgos de anciano, muestran la eternidad de este pensamiento.
Los atributos que identifican al personaje de la lámina, son los que, desde Augusto, usaban los romanos para significar al Emperador; éste iba cubierto con el manto púrpura de los generales victoriosos, se ceñía la corona de laurel, árbol atribuido a Júpiter, poseía el cetro corto del mismo dios y sostenía en su mano el globo que representaba el universo. El personaje del grabado mira fijamente este globo, como si lo fecundara con la mirada. La utilización de los atributos de Júpiter indica que el Emperador encarnaba el poder de dicho dios sobre la tierra. Eso se confirma por el hecho de encontrarse tras una cortina, lo que le confiere un carácter sagrado, separado del mundo profano. Los pies cruzados, como en el Emperador del Tarot de Marsella, indican un gesto ritual que, según explica G. van Rijnberk, «significa la concentración volitiva necesaria para construir, consolidar y mantener lo que ha creado con su inteligencia».
El águila, situada en la parte inferior de la lámina, además de ser el ave de Júpiter, en la tradición occidental es un símbolo de inmortalidad, ya que, según la leyenda, cuando está a punto de morir desciende volando hacia una fuente, en la que se sumerge tres veces para renovarse y volver a ser joven.

(Texto de Raimon Arola, El Tarot de Mantegna)

los colores del tarot



En los tarots de Marsella, los colores no han sido escogidos al azar, sino que se refieren todos a una realidad oculta.
Hay, en primer lugar, tres colores principales: el azul, el oro y el rojo. El azul indica el espíritu, el oro el cuerpo y el rojo el sentido. Pero son equívocos; así, el azul significará ya sea el cielo o lo que viene del cielo, ya sea el sheol, la ilusión, el sueño, el engaño, o también el volátil, el disolvente. Lo mismo ocurre con el precioso metal, el cual significará el cuerpo del oro noble o del oro vil, el metal muerto o vivo, el oro de los elegidos i el de los avaros. Lo mismo ocurre con el sentido.
La interpretación jeroglífica de cada una de las láminas dependerá, pues, de la situación de los colores en relación con el dibujo. Hay aquí todo un lenguaje, una verdadera gramática que hay que aprender poco a poco para poder leer y comprender.
La naturaleza del oro, por ejemplo, será muy diferente según que el personaje lo lleve en la cabeza, como un casco, o que lo tenga en la mano bajo tal o cual forma, o que lo lleve sobre su vestido, etc... Estos tres colores siempre se vuelven a encontrar en cada una de las láminas y, con las particularidades del dibujo, forman el lenguaje que el autor ha utilizado. No podemos, en el marco de este estudio, extendernos sobre esta cuestión importante, pero volveremos a ello en otras circunstancias. especifiquemos, no obstante, que estos tres colores designan también las tres substancias que los magos, llegados de Oriente, ofrecieron al Niño-Dios en su pesebre: el oro puro para el cuerpo, el incienso para el espíritu y la mirra para el sentido que une el espíritu con el cuerpo.
Los colores secundarios son el blanco, signo de pureza, el verde, para significar la naturaleza, y a veces el negro. Tenemos, pues, los seis colores principales de la heráldica: gules, azur, oro, blanco o plata, sinople y sable. Finalmente, el color carne sirve para colorear a los diferentes personajes.
(Emmanuel d'Hooghvorst, "El Hilo de Penélope")


Publicado por Proyecto Arsgravis